La columna política de Diario Los Andes

lunes, 18 de junio de 2018 · 08:00

División no es lo mismo que grieta

Por Carlos Salvador La Rosa para diario Los Andes

 

A diferencia de los tiempos “agrietados”, cuando tanto en el oficialismo como en la oposición solían imponerse los extremos, cuando la intolerancia mutua no sólo era la moneda corriente de nuestros debates sino que la misma era fervorosamente impulsada por el poder político oficial, en la media sanción de la ley de despenalización del aborto predominó un clima cultural y político distinto.

Está claro que existieron las posiciones extremas en ambas partes, las que consideran al que piensa distinto como el enemigo. Los que acusan de asesinos o responsabilizan de futuros asesinatos a quienes adoptaran la posición contraria a la sostenida por el denunciante. Genocidas de niños o genocidas de mujeres pobres, esos eran argumentos agrietados, pero felizmente no fueron los que se terminaron imponiendo en este debate. No gracias a que esté Macri en el gobierno, sino a que no están los que consideraban a la grieta como una política central de gobierno. Y por ende la provocaban siempre, en todo momento y en todo lugar.

Por lo tanto, no es cierto -como dicen algunos- que se cerró una grieta (por los acuerdos transversales donde votaron juntos, y hasta se aplaudieron, kirchneristas y macristas) para abrirse otra (por el aborto). No sabemos si con esta ley se cerró la vieja grieta, pero seguramente no se abrió otra, sino que en todo caso se discutió una división sobre valores quizá inconciliables a nivel de concepciones personales pero sobre los que el Estado debe legislar. Y que en una república corresponde resolverse a través de los mecanismos de la democracia representativa.

Cada cual tiene el derecho a buscar o creer en su verdad, pero la única verdad del Estado es la de proveer el ambiente para que todos puedan buscarla -o creerse que la tienen- con la mayor libertad posible. Pero no imponer ninguna verdad porque eso es imposible, al menos por parte de un Estado democrático.

Por vocación trascendental (se sea religioso o no) el hombre parece estar destinado a buscar la verdad, pero no a encontrarla. Al menos ese es el gran fundamento valorativo de la democracia: que todos tengan el derecho a buscar su propia verdad, pero ninguno a imponerla a los demás.

La política, con mayúsculas, tiene que garantizarnos que esa búsqueda la hagamos lo más razonable, política y humanamente posible. Por lo tanto, nos debe proveer un terreno para nuestros debates donde no nos matemos cuando no nos ponemos de acuerdo. En ese sentido la política, al menos en democracia, no es continuación ni es continuada por la guerra, sino que es su rotunda negación.

Lo que pasa es que en la Argentina actual tendemos a confundir las inevitables divisiones que forman parte de la naturaleza humana, con ese artificio que se dio en llamar grieta durante el gobierno anterior. Pero la grieta no se da necesariamente cuando pensamos distinto, incluso inconciliablemente distinto, sino cuando la produce la política y desde arriba, desde el gobierno, en vez de apostar a la mayor unidad posible entre las diferencias inevitables, que ese es el gran rol del Estado.

Querer imponer una única verdad es totalitarismo, pero considerar al conflicto como eje de la política, y por ende incentivarlo, es la perversión contraria, pero perversión al fin. Cuando se instala la grieta no hay más posibilidad que estar a favor o en contra del gobierno, porque en el medio sólo medran los oportunistas que quieren sacar provecho personal de la pelea. La grieta no admite y odia al indeciso. La grieta nos empuja a que a partir de una diferencia parcial, nos dividamos por ella en todo lo demás, en cuerpo y alma, que se rompan familias, amigos y lazos de siempre. La división (como la que ahora estamos discutiendo y del modo en que la estamos discutiendo) solo nos divide en el tema en cuestión mientras que podemos encontrarnos en todos los demás temas que queramos. O no, lo mismo da.

Por eso no fueron Macri ni su gobierno los gestores de esta media sanción (sólo permitieron su debate) pero tampoco las marchas a favor (como dicen los que quieren poner del lado opuesto a Macri y sacarle todo mérito), porque también hubo, y en igual proporción, marchas en contra. No fue la presión, ni de las corporaciones ni del supuesto pueblo movilizado, lo que se impuso para la decisión, sino el debate democrático que dividió pero no agrietó. Y ganó quien mejor lo supo dar en esos términos.

El debate sobre la despenalización partió en Diputados con una importante mayoría en contra aunque con una significativa minoría a favor. En el medio estaban los indecisos, que fueron creciendo en número a medida que el debate fue sumando argumentos de un lado y del otro. La votación final fue casi un empate, pero la evolución del voto no, porque de a poco la minoría fue deviniendo mayoría puesto que entre los que apostaron a la despenalización, su sector más lúcido (nada que ver con su más extremo, que es tan poco lúcido como el del otro extremo) supo dirigirse a los indecisos con mucha mayor fuerza que sus opositores, quienes se dedicaron más a hablar para los suyos propios, para los convencidos, que para los que dudaban, quienes al final inclinaron la balanza.

“La duda es la jactancia de los intelectuales”, decía el golpista Aldo Rico, demostrando por el absurdo el valor de la duda como una gran virtud democrática para abrirse al conocimiento y a la búsqueda sincera de la verdad, no a su imposición forzada.

La tendencia de los indefinidos (tanto en la Cámara de Diputados como en las encuestas de opinión pública) a apoyar esta ley se debió en gran medida a que sus opositores hablaron sobre aborto sí o no, mientras que los que la apoyaron hablaron sobre su legalización o no. Que no es lo mismo. Y lo que se impuso fue este segundo debate, no el primero.

En términos históricos, la tendencia se inscribe dentro de esa gran corriente de cambios de usos y costumbres sociales y culturales donde los gobiernos lo más que pueden hacer es cabalgar sobre la evolución más que dirigirla. Esa corriente que tiene sus primeros grandes hitos cuando se consagró el Estado nacional por la generación del 80, que contra las imposiciones confesionales devino laico en las cuestiones civiles, sobre todo educativas. Algo que con la democracia recomenzada en 1983 viene avanzando en la misma dirección: el divorcio con Alfonsín, la ley del matrimonio igualitario con los Kirchner. Y ahora la legalización del aborto con Macri.

Una larga lucha que fue separando las atribuciones de Dios de las del César sin atacar ni a uno ni a otro, sino redistribuyendo con más justa legitimidad lo que a cada uno le corresponde.

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