Las guerras de Oriana Fallaci en su propia pluma

"La vida es una batalla de cada día" trae a los lectores del siglo XXI las crónicas de la periodista y escritora italiana.
domingo, 16 de septiembre de 2018 · 09:00

"La vida es una batalla de cada día" trae a los lectores del siglo XXI las crónicas de guerra de Oriana Fallaci (1919-2006), periodista y escritora italiana que marcó con sus escritos la segunda mitad del siglo XX y fue testigo de los grandes conflictos de la época.

Desde su primera experiencia en la Segunda Guerra Mundial, cuando unió a los partisanos antifascistas con apenas 14 años, hasta su última furiosa diatriba contra el Islam después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, desfilan por la compilación la lucha de los húngaros por sacudirse la dominación soviética (1956), la rebelión de los afroamericanos en Detroit (1967) y la infinita Guerra de Vietnam (1967-1975).

El libro, publicado en Buenos Aires por El Ateneo, incluye el relato de cuando fue herida en Ciudad de México durante una rebelión estudiantil en 1968 (se puede leer más extensamente también en "El miedo es un pecado", que reunió hace dos años sus cartas inéditas), y su incursión dos años más tarde en los campamentos de los fedayines que luchaban contra el ejército israelí.

"Una guerra de museo", fechado en 1971, evoca el conflicto entre la India y Pakistán. Pero poco más tarde aparece otra guerra, más personal: es la que Oriana libraría consigo misma en su relación con el resistente griego Alexandros Panagulis, que sería su pareja hasta la sospechosa muerte de él en un accidente automovilístico.

El Líbano, que la llevaría a preguntarse "de quién es hoy el Holocausto", y la Guerra de Irak en 1991 conforman otros capítulos de su lúcida visión sobre el reguero de sangre que recorrió el siglo XX. Y precisamente de esta última guerra nace la "nube negra" causada por la quema de los pozos de petróleo que Oriana siempre consideró en el origen del cáncer que la llevaría a la muerte. Y es al cáncer, su último enemigo, al que le dedica el final del libro. En el vaivén de su mirada desde su mundo personal hacia el desgarramiento internacional, Fallaci no se vale jamás de medias tintas. En ocasión de las amenazas del fundamentalismo musulmán por la publicación de viñetas de Mahoma, escribe: "En las calles de Damasco, como hordas cantan 'Alá es grande'. Como hordas juran que defenderán al profeta con sangre. Como hordas repiten que quieren la guerra santa. Generalizada".

"Son los que luego desembarcan en nuestras costas y poco a poco, según una estrategia bien pensada, bien concebida y bien ejecutada, nos invaden. Nos reemplazan. Y ustedes no dicen ni una palabra", reclama la cronista a los "señores de los Estados y los gobiernos de la Iglesia", afirmando que "nuestra libertad está en peligro", "la Democracia está inerme, es débil, es suicida".

Esta fuerte batalla personal es la imagen que más grabada quedó de su larga trayectoria, hecha de visiones descarnadas, indagaciones profundas y también provocaciones.

Pero también puede reportar otra campana, como durante su incursión en los campos palestinos: "Si ganan los árabes, están terminados los judíos; si ganan los judíos, están terminados los árabes. Por lo tanto ¿quién tiene razón, quién está equivocado, a quién eliges? A los judíos los conoces. Porque sufriste por ellos, con ellos, desde niña; los viste acorralados, arrestados, masacrados por miles y millones". "A los árabes no los conoces. Nunca sufriste con ellos, nunca lloraste por ellos, nunca fueron un problema para ti (...). Pero un día pasó algo. Leíste que cientos y cientos de miles de criaturas, de palestinos, habían huido o habían sido expulsados de un país que se llamaba Palestina y ahora se llama Israel". "Erradicados, humillados, despojados de toda posesión y de todo derecho: los nuevos judíos de la Tierra. Y de los nuevos judíos de la Tierra nació una misteriosa palabra: fedayín", relata en los primeros años 70.

De un conflicto a otro, de una guerra a otra, la conclusión de Oriana Fallaci es unívoca y nace ya desde sus primeros años como mensajera en la Segunda Guerra Mundial: "Aprendí a odiar las guerras, las bombas, los fusiles, todo lo que dispara.

Aprendí a comprender su condición absurda, su estupidez, su locura". "Debo agregar que, a pesar de mis trencitas, era totalmente consciente de lo que hacía: tal como lo sería hoy un niño vietcong. Pero nunca disparé. Nunca maté a nadie. Y hoy, con más razón, haría lo mismo. Estoy dispuesta a dejarme matar si es preciso: pero nunca a matar".

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