Un candidato al que se le sale muy rápido la cadena

lunes, 15 de julio de 2019 · 07:00

por Pablo Sirven de diario La Nación

 

Tarde o temprano tenía que suceder. Y sucedió en una sola jornada, el miércoles último, el día de furia de Alberto Fernández. No hizo honor al papel contemporizador que le asignó su jefa al elegirlo candidato presidencial del kirchnerismo. A Fernández se le soltó la cadena mal, no una vez sino tres en pocas horas. Su máscara cordial cayó pesadamente y el rostro verdadero quedó expuesto. Resultó mucho más áspero y agresivo que los de sus jefes Néstor y Cristina Kirchner, que, ni en sus peores días contra la prensa, tuvieron un récord de ese estilo ya que, además, preferían polemizar con el periodismo a la distancia, no cuerpo a cuerpo como lo hizo el delegado cristinista a la presidencia con muy malas maneras.

Primero, por la mañana, se fastidió, en las escaleras de los tribunales de Comodoro Py, en forma persistente y hasta grosera, con la movilera Mercedes Ninci. Por la tarde su irritación tuvo función doble: con Jonatan Viale, por Radio La Red, siguió enojado, y al llegar a Córdoba, en busca de la foto con el gobernador Juan Schiaretti, su malhumor se descargó no bien descendió del avión con un periodista local. "Que se queden como unos locos que siguen disparando", fue aún más despectivo al día siguiente. Cero autocrítica.

Los sucesivos maltratos que propinó ocurrieron días después de que el exjefe de Gabinete le asegurara a Marcelo Bonelli que "cuando perseguían a los periodistas yo estuve del lado de los periodistas".

La frase encierra una gran verdad y, al mismo tiempo, una gran mentira: Fernández reconoce que durante el kirchnerismo se persiguió a periodistas (en efecto, con un "juicio público" en Plaza de Mayo, las inspecciones de la AFIP, las gigantografías de conocidos periodistas que hacían escupir por chicos, las difamaciones diarias de 678 y de otros adláteres del poder K, bullying en las redes sociales y mucho más). Pero luego incurre en una gran falsedad, demostrable con hechos objetivos, de que defendió a los periodistas cuando el matrimonio presidencial y sus funcionarios más obsecuentes los atacaban.

No alcanza ni siquiera en el espacio ampliado de esta columna para detallar todos y cada uno de los episodios en los que Alberto Fernández no hizo honor a esa aseveración.

Bastarán como botón de muestra algunos pocos hechos para refrescar la memoria. En 2004, todavía no se habían naturalizado los atropellos contra la prensa que después se derramarían como un dique roto sobre la sociedad argentina formando una grieta que aún separa a viejos amigos y hasta familiares estrechos en pos de controversias ficticias y justificatorias que resintieron y precarizaron el sistema democrático, recuperado en 1983. Por eso, Fernández debió rebobinar rápido cuando en la TV Pública, que dependía de él, se pretendió de la noche a la mañana, levantar de la grilla dos programas prestigiosos: Los siete locos El refugio de la cultura. Entonces, los sectores más pensantes de la sociedad (que después empezaron a flaquear por temor, conveniencia o cansancio) reaccionaron públicamente con tal vehemencia que el jefe de Gabinete de mayor duración durante el kirchnerismo debió volver todo a fojas cero.

Sin embargo, ese mismo año sucedió otro episodio más grave con deterioros notables y consecuencias que ya no serían revertidas y que preparaba el terreno para mayores avasallamientos.

El periodista Julio Nudler, de Página 12, escribió un artículo sobre la designación del jefe de ministros al frente de la Sindicatura General de la Nación (Sigen) de su amigo Claudio Moroni, su sucesor en la Superintendencia de Seguros de la Nación, que Alberto ocupó durante el primer gobierno menemista. Pero la dirección de Página 12 resolvió levantarlo. Nudler denunció públicamente esa flagrante censura. El periodista había tipificado el nombramiento como "un acto de grave corrupción", se refirió a su "siniestra trayectoria" y remató afirmando que se trataba del "títere del no menos corrupto jefe de Gabinete, Alberto Fernández".

Con gran franqueza, Nudler reconocía entonces tener simpatía por el gobierno de Néstor Kirchner, pero de todos modos no se privaba de hacer una seria advertencia: "Veo que su corrupción va en aumento". Nudler transitaba por el camino del periodista virtuoso que, aun reconociendo su filiación, podía analizar grises y seguir siendo un agudo crítico. No era el modelo de periodista que buscaba el kirchnerismo, que prefería doblegar las opiniones independientes de dos maneras distintas: una creciente pauta oficial, que ablandaba resistencias de periodistas que pasaron a ser soldados de la causa oficial, y aprietes de distinto tenor que entonces comenzaron a multiplicarse.

Las notas justificatorias por el levantamiento del artículo de Nudler firmadas en días siguientes en Página 12 por su director, Ernesto Tiffenberg, y el columnista estrella Horacio Verbitsky, lejos de calmar las aguas, echaron más nafta al fuego e hicieron implosionar a Periodistas, la entidad que congregaba a firmas prestigiosas de las más diversas tendencias.

Pasaron pocos meses para que el mismísimo Alberto Fernández pusiera a cargo de la agencia oficial Télam a Martín Granovsky, uno de los jerarcas de ese matutino. El acto fue en la Casa de Gobierno con la presencia del presidente Néstor Kirchner. El flamante funcionario destacó la "base profundísima de coincidencia" que tenía con el oficialismo. "Néstor, amigo -agregó Granovsky-, muchas gracias por la designación".

Comenzaba a prefigurarse el escenario del desencuentro nacional de los años siguientes. Y Alberto Fernández no fue ajeno a ello, sino nada menos que el maestro mayor de obras (ya que los arquitectos fueron primero, con algunos recaudos, Néstor Kirchner y, luego, ya completamente desatada, Cristina Kirchner).

Se estaban echando las bases del kirchnerismo hegemónico, una larga transición solapada de pérdidas sucesivas de derechos y buenos modales democráticos que hicieron eclosión y se volvieron más avasallantes a partir del conflicto con el campo, en los inicios del primer gobierno de la ahora multiprocesada senadora, y que fueron in crescendo hasta 2015.

Siguiente acto: a fines de 2005, llamado telefónico de Mona Moncalvillo, entonces directora de Radio Nacional -también dependiente de Alberto Fernández- a Pepe Eliaschev para decirle: "C'est fini". Traducción: se levantaba su programa, cuyo perfil crítico ya molestaba.

Hasta Víctor Hugo Morales, antes de su extraña conversión al ultrakirchnerismo hacia fines de 2008, fue castigado con el levantamiento de Desayuno, el noticiero matutino que conducía por la TV Pública por sus críticas frecuentes. Los sindicatos de ese medio no salieron a defenderlo. Tampoco a la locutora Marcela Pacheco, corrida de la conducción del noticiero nocturno por sus editoriales filosos. Rosario Lufrano, a cargo de la emisora, reportaba directamente a Alberto Fernández. Eran hechos aislados pero cada vez más frecuentes y graves. Fue precisamente en el período "nestorista", hoy presentado por el candidato del Frente de Todos como un dechado de virtudes democráticas frente a su evolución posterior al régimen autoritario cristinista, en el que sucedieron los primeros abusos y se echaron las bases para los mucho más tortuosos que sobrevendrían posteriormente.

 

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