Opinión

¡El que no salta no es ucraniano!

Escribe Pablo Lo Moro, Federación Luterana Mundial. Dedica esta columna a la memoria su hermano Rolando, excombatiente en Malvinas.
lunes, 28 de marzo de 2022 · 16:47

¡El que no salta es un holandés! A los siete años no sabía lo que era un holandés. En cambio, descubrí la euforia mientras saltábamos con esos cánticos tan criollos. ¿La ocasión? Argentina acaba de vencer a los Países Bajos en la final del mundial de fútbol. La avenida San Martín de mi querida Mendoza explotaba de felicidad.

A medida que fui creciendo, fui descubriendo otras cosas. Por ejemplo, que los tanques de almacenamiento de YPF en Luján de Cuyo estaban pintados con camuflaje para que no se vieran desde el aire. Entonces, no me daba cuenta de lo que eso significaba, pero sí escuché hablar de las Islas Picton, Lennox y Nueva; tres islotes remotos por los que dos naciones hermanas casi se matan entre ellas.

Un tiempo más tarde, por la San Martín se cantaba ¡el que no salta es un inglés! Mi hermano era un conscripto movilizado para ir a Malvinas. Nunca me contó lo que vivió. Pero una cosa me quedó clara: con la guerra muere algo en todas las personas. Aún en aquellos que, como yo, tuvieron la suerte de ver su ser querido volver; aún en aquellas que no tienen un familiar que le tocó ir. Cada bombardeo nos mata un poquito.

Una mujer sirve comida en una olla común para refugiados ucranianos en Vyšné Nemecké, Eslovaquia. Foto: FLM/Albin Hillert /Marzo 2022.

Años después, trabajando en Naciones Unidas me contaron de otros horrores. Participábamos en la reconstrucción de Camboya. Entre ruinas de templos budistas, Sovvanai -una señora mayor que me miraba igual que mi abuela- me contó cómo hizo para sobrevivir escondida, mientras que un cuarto de la población de su país moría en manos del Khmer Rouge. La reconstrucción llevaría años. Años de pobreza y de trauma. Mi trabajo actual en Burundi me recuerda cada día los estragos que ha dejado el genocidio entre tutsis y hutus. Lleva generaciones levantar los pedazos rotos de la sociedad y de la economía.

En Dubrovnik, en Beirut y en otros lugares a los que no fui se repite la misma historia. La gente se acostumbra a las explosiones y sigue avanzando con un coraje que ni sabían que tenían. No hay dudas de que esas mismas personas llevan en su piel el sufrimiento que se vive ahora en Ucrania. La guerra no es algo de las teleseries. La guerra es real. Es una caja de pandora que es mucho más fácil de abrir que lo que uno puede imaginar. Cuando estalló la primera guerra mundial, nadie sabía realmente porqué estaba peleando contra el vecino. Un asesinato de un archiduque en 1914 en Sarajevo activó una cadena de dominós que, a medida que iban cayendo, conllevó la muerte de decenas de millones de personas. Es una de esas cosas que nadie sabe cómo empiezan, pero que cuando se van de las manos, ya nadie las puede parar.

Cuando vivía en San Petersburgo me contaban que allá en Ucrania estaba uno de los templos más sagrados de la religión ortodoxa, el Lavra de Kiev, fundado por el año 1051. ¡Rusos y ucranianos comparten mil años de raíces comunes! Si ellos no son hermanos, no sé quiénes pueden serlo.

Una nena se da vuelta para recoger su muñeca mientras cruza con su familia de Ucrania a Eslovaquia por el paso fronterizo de Vyšné Nemecké. Foto: FLM/Albin Hillert /Marzo 2022.

Sin embargo, ya hay casi cuatro millones de personas que salieron despavoridas de sus casas, huyendo por sus vidas. Es algo así como si cada habitante de Neuquén, Mendoza, San Juan y San Luis apareciera en otro país en un par de semanas. Mis compañeros los ven llegar con frío, traumatizados, preocupados hasta la hiel por la familia que dejaron detrás.

¡El que no salta no es ucraniano! La paz es mucho más frágil de lo que parece. Dejemos de sembrar diferencias absurdas. Uruguayos, paraguayos, chilenos, brasileños, argentinos, británicos -todos los pueblos- aspiramos a vivir nuestras vidas en paz, aspiramos a ver nuestras familias florecer. Vivir y dejar vivir.

Todos tenemos la responsabilidad de obrar por la paz. Las fuerzas armadas son los primeros garantes. Como mi amigo Juan Pablo que fue con el Ejército Argentino a ayudar a calmar la violencia en Haití. A él le tocó enterrar a la hija de alguien, al hijo de alguien en una tétrica fosa común. “Lo que más me dolía eran los niños”, me dijo por teléfono.

No hace falta ser valiente como Juan Pablo. Cada uno puede hacer algo para sembrar semillas de paz: tratar bien a los extranjeros, cuidar la violencia que sale de nuestros labios, querer a los niños, proteger a la naturaleza y perdonar a quien nos encerró al pasarnos con el auto, en vez de insultarlo. Digamos que, comparado con el horror de Ucrania, las cosas que nos molestan de nuestros vecinos se ven como lo que son: auténticas banalidades.

Barabás, Hungría: Dos niños duermen en una cama en un centro de acogida de Cáritas. Foto: FLM/Albin Hillert /Marzo 2022.

¿Acaso no vemos que las diferencias entre argentinos y chilenos, entre rusos y ucranianos, entre tutsis y hutus son instrumentalizadas por gente que quiere amedrentarnos?  Nos meten miedo y odio hacia el vecino. Avanzan nacionalismos baratos, pero que a alguien le acomodan. Vivamos y dejemos vivir.

Hace apenas tres semanas, la gente de Kiev andaba haciendo su vida por la ciudad. Todo eso se acabó. Ahora nos toca ayudar. La comunidad humanitaria, incluyendo la Federación Luterana Mundial (FLM) donde yo trabajo, se ha movilizado para apoyar a los polacos, eslovacos, rumanos, húngaros, moldavos, y tantos otros que están recibiendo el flujo de refugiados. Necesitan un techo y comida en la mesa hasta que pase la tormenta. Muchos requieren apoyo psicológico para digerir lo que han vivido. 

La tormenta va a pasar si todos los implicados en este conflicto muestran un poco menos de testosterona, y un poco más de comprensión. Espero que, entonces, las calles del mundo celebren con la misma euforia que en 1978 cuando ganamos ese mundial.

Entre tanto, cuidemos la paz que nos han regalado en el Cono Sur. La entrañable Mafalda, que mucho tiene de mendocina, lo pidió desde su “humilde sillita”. La súplica de Mafalda sigue vigente. La guerra nos mata de a poco a todos. Los que saltan y los que no saltan somos todas y todos ucranianos y rusos. La humanidad es una. Vivir y dejar vivir en paz es un derecho y una obligación.

Pablo Lo Moro es mendocino, vive en Ginebra (Suiza), y trabaja en la Federación Luterana Mundial (FLM) como Coordinador Regional de Programas y Consejero de Recuperación Económica. Actualmente, está a cargo de distintos países de África y debido al conflicto bélico también se ocupa de Ucrania.

Estudió Diplomacia y Relaciones Internacionales y Economía en la Universidad de Georgetown (Estados Unidos). También realizó posgrados en la Universidad de Oxford (Inglaterra).
Pablo trabajó con más de 40 países en África, Asia y América Latina, primero con Naciones Unidas y ahora con la ONG FLM.
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