Literatura mendocina para el verano

Acá podrás encontrar un cuento escrito por un autor mendocino. Esta iniciativa de MendoVoz se repetirá durante todo el verano.
viernes, 10 de enero de 2020 · 00:29

MendoVoz abre este espacio para los amantes de las letras. Hoy empezamos con cuentos de escritores mendocinos.

El autor de esta semana es Alejandro Frias

Nació en Mendoza en 1969. Ha publicado "Serie B" (2004), "Todos los chicos" (2007), "Los Mataperros" (2015) y "Habitación 945" (2019). Se desempeñó como periodista en medios gráficos y radiales. Codirigió las revistas Gogol, Res, Serendipia y Poslodocosmo. Entre 2015 y 2019 estuvo a cargo de Ediciones Culturales Mendoza y en la actualidad trabaja como editor en Ediciones del Retortuño.

 

Ébano

Desvié la mirada del camafeo con querubines y diablillos en sobrerrelieve para ver a quién pertenecía la mano que levantaba el gallo que tanto me había gustado y del que ni siquiera me había animado a preguntar el precio, seguramente inaccesible para mi escueto bolsillo.

Quinientos pesos, dijo el hombre que atendía el puesto, respondiendo a la pregunta que le hizo ella, la chica que sostenía entre sus largos y trigueños dedos la pieza de madera que yo había contemplado deseoso hacía unos instantes.

De ébano, respondió el puestero a la segunda pregunta de la muchacha de campera de lana de varios colores y oscuro pelo largo atado con una cinta roja a la altura del cuello, a partir de la cual se desplegaba como un abanico invertido, manando hacia su cintura sin alcanzarla.

No hace falta, dijo ella cuando el vendedor le preguntó si lo envolvía para regalo, y la mano de trigueños dedos largos descendió lentamente hacia el bolso que colgaba de una trenza de cuero que subía desde la cintura para llegar hasta el hombro derecho, rodear el cuello desde el que nacía un abanico de pelos que caía infinito y regresar hacia el suelo rozando la espalda oculta por el negro cabello. Los largos dedos de la trigueña mano se introdujeron en el bolso sosteniendo el gallo y al instante emergieron vacíos, despojados de lo que hasta hace momentos era mi deseo, convirtiéndose así en mi nueva obsesión.

Son exquisitos estos animales, aseguró ella señalando con un gesto tácito las demás miniaturas dispuestas sobre la mesa del tallador. Exquisitos, dijo. No bellos, hermosos, maravillosos o lo que fuera. Exquisitos, dijo, y entendí que me había enamorado.

Muchas gracias, escuché de la boca del artesano, y su voz no podía disimular la vanidad, y menos cuando comenzó a explayarse sobre los detalles de la elaboración de cada pieza y los extremos cuidados que, claro, él sabía poner en el trabajo para que (y así siguió, dando paso a un monólogo al que ella parecía prestar mucha atención y ante el cual yo encontré la excusa perfecta para retirarme sin mirarla a los ojos ni preguntarle el nombre o decirle, siquiera, que desde hacía escasos segundos sabía que era ella la mujer junto a la cual quisiera morir).

Seguí camino acompañado por el recuerdo de esos pechos apenas insinuados bajo la lana de colores, ese perfil al que le sobraba un poco de nariz pero lo compensaba con una sonrisa que no se acababa en los labios y ese cuello con el que podían tallarse miles de gallos de ébano. De la mano de esas imágenes di una ojeada a diez o quince puestos más hasta llegar al de los discos y libros, libros usados y discos de vinilo, discos que chistan y se rallan y libros amarillentos y poblados de ácaros. Allí me detuve y me puse a revisar lo que había. Entre los empaques cuadrados y finos de los discos metía mis dedos y, uno a uno, los elevaba lo suficiente como para verles las portadas y luego regresarlos a su lugar. En esa mecánica casi absurda, casi triste, encontré la banda de sonido de la película Últimas imágenes del naufragio, compuesta y grabada por Pedro Aznar. Una joyita de 1990.

Un rótulo autoadhesivo pegado en la envoltura de nilon que lo protegía aseguraba que yo me lo podía llevar por trescientos pesos. Y yo tenía en mi bolsillo cuatrocientos quince, así que sí, me lo llevaría y, además, me compraría una cerveza que me acompañaría a escucharlo en mi casa esa misma noche.

No me gusta ser un precipitado a la hora de las decisiones, así que dejé el disco donde estaba y seguí mirando el resto de las portadas, a ver si todavía andaba por ahí otra joyita y yo me la perdía por desbocado. Entonces terminé de revisar esa fila y seguí por la de al lado, y acabé también con esta sin dar con nada mejor que el disco de Aznar, así que seguí con la siguiente, y allí encontré un disco de Gal Costa que no conocía, así que lo saqué para verlo mejor. Estaba en eso cuando noté que apenas unos centímetros más allá de mí estaba nuevamente ella, cuello trigueño, dedos largos abriéndose como un abanico, pechos tallados en ébano, sonrisa de lana de colores.

La miré, me miró, me sonrió, le sonreí, bajó la vista hacia los discos y comenzó a repasar las portadas, volví a la tapa de la grabación de Gal Costa. Durante varios segundos me quedé con ese disco entre las manos, sabiendo que no podría avanzar hacia ningún lado hasta reponerme del impacto de verla y de que me viera, de tenerla a mi lado, tan cerca que hasta hubiera jurado que sentía su calor.

Trataba de reponerme del disparo que algún cupido había acertado en mí cuando volví a escuchar su voz de campanario, sus palabras de aves en vuelo, su idioma de mares y vientos creadores. Me llevo este, dijo ella, y el este al que se refería, el que blandía entre sus dedos de plumas de gallo de ébano era el de Pedro Aznar.

Rápido, más rápido de lo que me moví en toda mi vida, dejé el disco de Costa donde estaba y, sacando fuerzas de vaya a saber dónde, me acerqué y le dije lo que le tenía que decir.

Ese me lo iba a llevar yo, escuché que salía de mi boca, y ella también lo oyó, por eso me miró y no dijo nada. Nada de nada.

Disculpame, lo iba a comprar yo, casi le rogué. Sí, claro, escuché que salía de sus labios de sonrisa de dientes que abanicaban el aire.

En serio, aseguré. En serio, estaba viendo qué más había, expliqué. Pero me iba a llevar ese, supliqué. El disco estaba ahí suelto, lo encontré y me lo llevo, razonó sonrisa larga.

Pueden comprarlo los dos y hacerse amigos, intervino la mujer que atendía el puesto, y creo que la miré con odio por meterse en lo que no le importaba.

Estaba ahí y me lo llevo, aseguró gallo de ébano en el bolso, disco de Aznar en la mano, billetes de cien entre extensos dedos trigueños. No quiero discutir por un tema como este, concluyó cinta roja estirando el brazo hacia la mujer que, desde el otro lado de la mesa llena de libros y discos, recibió su pago y lo guardó en algún bolsillo de su pantalón.

No me miró ni me sonrió, sólo giró y se fue, lenta, casi cansina, llevándose el gallo de ébano, el disco de Aznar y mi corazón.

Te puedo conseguir otro para la semana que viene, me prometió la entrometida que atendía el puesto, y estoy seguro de que la miré con odio.